En este primer domingo de junio, la comunidad cristiana celebra a la Santísima Trinidad. Los textos bíblicos que acogerá, serán de gran ayuda para el acercamiento al misterio fundamental de su fe: Padre, Hijo y Espíritu Santo (cfr Ex 34,4-6. 8-9; Dn 3,52-56; 2 Cor 13, 11-13; Jn 3, 16-18). Corresponde esta solemnidad en el domingo siguiente a Pentecostés, con el cual se concluyen los días de Pascua. En efecto, es el Padre Dios que resucita a su Hijo Jesús por la fuerza vivificadora del Espíritu Santo. En el bautismo -puerta de entrada a la vida cristiana-, quienes lo reciben renacen a una vida nueva que es trinitaria. En efecto, del misterio de Dios venimos, por Él vivimos y hacia Él vamos.
El santo Evangelio es una de las páginas más bellas e importantes del Nuevo Testamento, con la proclamación: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quién crea en Él no muera, sino tenga vida eterna” (v 16).
El amor de Dios por nosotros –también su bondad y misericordia- es pleno, total y definitivo. Él lo ha manifestado a todos, ya en la Antigua Alianza, no obstante, las infidelidades de su pueblo amado, aún en las circunstancias en que ha debido corregirlo y también castigarlo. El amor de Dios supera en todo momento las actitudes, comportamientos y respuestas humanas.
Jesús, nuestro salvador, en el madero de la cruz da la mayor prueba de su amor al Padre y a todos nosotros. Manifestemos nuestra fe en Él, pues el ofrecimiento de la vida eterna, debe ser aceptado en la fe, lo contrario equivaldría a excluirse y marginarse de la vida: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. El que cree en Él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios” (vv 17-18).
En este domingo que dedica la Iglesia a glorificar a la Santísima Trinidad, nos presentamos ante el altar del Señor con profunda humildad por misterio tan grande que nos sobrepasa, ante todo para manifestar sentimientos de profunda gratitud. Hemos aprendido a temprana edad –especialmente por las enseñanzas de nuestros padres y catequistas- que Dios es Padre de amor, que Él me conoce, acompaña y me lleva en sus manos. De igual modo, se nos enseñó que Jesús es el Hijo dilecto de Dios Padre, Él es mi hermano, entregó su vida por mí “resucitó y está a la derecha de Dios Padre intercediendo por nosotros” (Rom 8,34). El Espíritu Santo da plenitud a nuestra vida, nos fortalece especialmente en momentos cruciales, también en los desafíos que debemos afrontar, con su luz nos ilumina para conocer cada vez más profundamente la voluntad de Dios y en su gracia acogerla y vivir según ella.
En este domingo invito a seguir reflexionando sobre el misterio insondable de la Santísima Trinidad, procurando una respuesta –aunque simple y sencilla- a las siguientes interrogantes: ¿Qué imagen tengo de Dios? ¿Experimento en mi vida que siempre y en toda circunstancia estoy en sus manos? ¿Cómo dialogar en la cultura actual -que prescinde de Dios- sobre su actuación en todo tiempo y lugar? En especial convoco a manifestar honda gratitud a Dios, pues siempre nos ha acompañado y custodiado a lo largo de nuestra vida.
René Rebolledo Salinas, Arzobispo de La Serena