Es curioso, pero la acogida que Jesús recibía en las casas era mejor que en las sinagogas, pues en estas casi siempre acababan en conflicto y rechazo. Jesús siente la tensión entre las demandas de quienes lo consideran un “milagrero” y de los que lo buscan con sincero desinterés. La necesidad de aliviar la fiebre de la suegra de Pedro era un signo más de qué era lo que se esperaba de él. En aquella época, la fiebre era considerada como algo demoníaco, dejando a las personas inactivas. Asimismo, sus sanaciones no pasaron inadvertidas; sin embargo, él quiere que su condición de Hijo de Dios hable más no por su capacidad de obrar milagros, sino por su sacrificio en la cruz.
En medio de su popularidad, Jesús muestra su preocupación por el bien del otro y no se desespera o agobia ni menos se desequilibra ante tales demandas. Él, con paciencia, amor y misericordia, acoge al hombre, con sus penas e impotencias, para sanarlo de toda dolencia.
Pero no todos lo vieron de buena forma, ya que los de su tiempo cuestionaron su actuar: ¿Jesús cura en sábado? Se suponía que esta era una ley para la liberación y se convirtió en la anulación de la libertad; Jesús sana fuera de la sinagoga y se esperaba que esta, como garante de la Palabra de Dios, diera vida al enseñarla; Jesús toca a una mujer enferma y supera el prejuicio de género e impureza ritual. Es decir, el Señor enseña exhibiendo una imagen correcta de Dios que no castiga ni envía enfermedades.
Una vez que Jesús ha realizado un milagro o signo, se retira para estar a solas con su Padre. No desea que lo aclamen; al contrario, vence la tentación de la popularidad con la fuerza de la oración, porque entiende que todo lo que hace es para mostrar de manera ejemplar el poder del amor de Dios y no otra cosa.
“Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios”. Mc 1, 34.
P. Fredy Peña T., ssp