La liturgia de hoy nos presenta a Jesús que promete el Espíritu Santo a sus discípulos, y les pide que atestigüen su presencia redentora en el mundo con el amor al prójimo.
Hoy pedimos perdón por no haber sabido “dar razón de nuestra esperanza”, ante un mundo que no conoce al Señor y a veces lo rechaza por culpa de nuestra vida mediocre y sin sentido.
El relato del Concilio de Jerusalén -el primero en la historia de la Iglesia- revela la existencia de problemas entre los creyentes, pero también la presencia liberadora del Espíritu.
Con el simbolismo de la luz, san Juan nos presenta la ciudad celestial que no necesita de santuario, porque el mismo Dios es su santuario.
Un pequeño compendio de vida trinitaria: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo irán a vivir en quien ama a Jesús y cumple su palabra.
Presentamos al Señor, con el pan y el vino, los frutos de nuestra confirmación: testimonio, misión y aceptación alegre de nuestras cruces, en el amor.
“Si me aman -dice el Señor- cumplan mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y Él les dará otro consolador que permanecerá con ustedes para siempre” (Jn 14, 15-16).
El cristiano es el que sabe dar razón de su esperanza por la fuerza de su fe en Dios, y gracias al amor que le infunde el Espíritu Santo. Vayamos a anunciar la Buena Nueva.