La eucaristía de hoy nos ofrece una buena oportunidad para reflexionar sobre el Reino de Dios; también para comprometernos en su realización y orar por la Iglesia, que no es el Reino, pero “en la tierra constituye el germen y el inicio de ese Reino” (LG 5).
Por haber repetido muchas veces: ¡Venga tu Reino a nosotros!, y no haber trabajado por hacer el mundo y nuestra realidad cotidiana algo más humano, acorde al Reino de Dios.
En la actitud de Abraham ante el Señor, se ponen de manifiesto el gran respeto y la gran confianza que debe animar nuestra oración.
En el bautismo hemos muerto y resucitado con Cristo: muertos al pecado; resucitados a la vida de Dios.
Jesús nos enseña a llamar Padre a Dios en la oración. La lectura de hoy nos inculca la confianza y la constancia en nuestra oración.
Los dones que llevarnos hoy al altar quieren significar los bienes del Reino, por el cual estamos dispuestos a sacrificarlo todo.
San Pablo nos acompaña en nuestra comunión con Cristo que nos amó y se entregó por nosotros (Gálatas 2, 20). Si amor con amor se paga, no nos queda otro camino que la entrega generosa y total.
Anunciarnos a todos que el Reino es un don de Dios, pero también tarea nuestra, nunca acabada. El Reino es Jesús que viene a nuestra vida y a la del mundo.